El Gran Presidente, Quien se sienta en la Cámara del Concilio del Señor, habló al Maestro que permanecía a su lado: «¿Dónde está el hijo del hombre que es el hijo de Dios? ¿Cómo se comporta? ¿Cómo es puesto a prueba y con qué servicio está ahora comprometido?”.

El Maestro dijo, echando una mirada sobre el hijo del hombre que es el hijo de Dios: «Con nada en este momento, ¡Oh, Gran Presidente! La tercera gran prueba proveyó mucho sustento aleccionador a un principiante como él, ahora medita y reflexiona«.

 

Proporciona una prueba que evoque su elección más sabia. Envíalo a trabajar en un campo en el cual él deba decidir qué voz, de todas las muchas voces, despertará la obediencia de su corazón. Provee asimismo una prueba de gran simplicidad en el plano exterior, y además una prueba que despierte, en el lado interior de la vida, la plenitud de su sabiduría y la rectitud de su poder de elección. Que proceda con la cuarta prueba”.

 

* * *

Delante del cuarto gran Portal permanecía Hércules; un hijo del hombre y, no obstante un hijo de Dios. Al principio había profundo silencio. Él no pronunció palabra ni emitió ningún sonido. Más allá del Portal el paisaje se extendía en contornos despejados, y en el horizonte lejano se levantaba el templo del Señor, el santuario del Dios-Sol, las murallas almenadas fulgurantes. Sobre una colina cercana estaba parado un esbelto cervatillo. Y Hércules, que es un hijo de hombre y no obstante un hijo de Dios, miró y escuchó y, escuchando, oyó una voz. La voz salía de ese brillante círculo de la luna que es el hogar de Arternisa. Y Artemisa, el hada, habló palabras de advertencia al hijo del hombre.

«La cierva es mía, por lo tanto, no la toques», dijo ella. «Durante eras yo la alimenté y la cuidé cuando joven. La cierva es mía y mía debe permanecer».

Entonces, surgió Diana, la cazadora de los cielos, la hija del sol. Saltando hacia la cierva con sus pies calzados con sandalias, ella también reclamó la posesión.

«No es así», dijo Artemisa, la más hermosa doncella: «La cierva es mía y mía debe permanecer. Demasiado joven hasta hoy, ahora puede ser útil. La cierva de astas de oro es mía, no tuya, y mía permanecerá».

Hércules de pie entre los pilares del Portal, escuchó y oyó la querella y mucho se asombraba mientras las dos doncellas disputaban por la posesión de la cierva.
Otra voz llegó a su oído, y con dominante acento dijo:

«La cierva no pertenece a ninguna doncella, ¡oh, Hércules!, sino al Dios cuyo santuario tú ves en aquel monte distante. Vé y rescátala y llévala a la seguridad del santuario y déjala allí. Una cosa simple de hacer, ¡oh, hijo del hombre!, pero (y medita bien mis palabras) siendo un hijo de Dios, tú puedes así buscar y coger la cierva. Vé».


A través del cuarto Portal salió Hércules, dejando detrás los muchos dones recibidos para que no lo molestaran en la veloz persecución que tenía por delante. Y desde cierta distancia las pendencieras doncellas observaban. Artemisa, el hada, inclinándose desde la luna y Diana, hermosa cazadora de los bosques de Dios, seguían los movimientos de la cierva y, cuando la causa esperada surgía, cada una de ellas engañaba a Hércules, buscando frustrar sus esfuerzos. Él perseguía a la cierva de un punto a otro y cada una de ellas con sutileza le engañaba. Y esto hicieron una y otra vez.
Así, por espacio de todo un año, el hijo del hombre que es un hijo de Dios, siguió a la cierva de lugar en lugar, atrapando ligeros reflejos de su forma, sólo para encontrar que en la espesura de los bosques profundos la había perdido. De colina en colina y de bosque en bosque, la persiguió hasta muy cerca de un tranquilo estanque donde, de cuerpo entero, sobre la hierba no hollada, la vio durmiendo, cansada de su carrera.
Con paso silencioso, extendida mano y ojo inmutable, él disparó una flecha hacia la gama y la hirió en su pata. Estimulando toda la voluntad de la que estaba poseído, se acercó más, y no obstante la cierva no se movió. Así se adelantó más cerca, y ciñó a la cierva en sus brazos, cerca de su corazón. Y Artemisa y la bella Diana eran espectadoras.

«La búsqueda ha terminado», cantó en voz alta. «Dentro de la más espesa oscuridad fui conducido, y no encontré a la cierva. Dentro de los profundamente oscuros bosques sorteé mi camino, pero no encontré a la gama; y sobre las llanuras monótonas y las soledades áridas y los desiertos salvajes, me esforcé hacia la gama, sin embargo, no la encontré. A cada sitio que llegaba, las doncellas desviaban mis pasos, pero aún persistí y ¡ahora la cierva es mía! ¡la cierva es mía!

 

«Eso no es verdad, oh, Hércules!, llegó a sus oídos la voz de uno que permanece cerca del Gran Presidente dentro de la Cámara del Concilio del Señor. «La gama no pertenece, a un hijo del hombre aún cuando sea un hijo de Dios. Lleva la gama a aquel santuario distante, donde moran los hijos de Dios y déjala allí con ellos».

 

«¿Por qué así, oh, sabio Maestro? La gama es mía, mía por la larga búsqueda y el largo viaje, y mía asimismo porque yo la sostengo cerca de mi corazón».

 

«¿Y no eres tú un hijo de Dios, aunque un hijo de hombre? ¿Y no es el santuario también tu morada? ¿Y no compartes tú la vida de todos los que moran allí dentro? Lleva al santuario de Dios la gama sagrada, y déjala allí, oh, hijo Je Dios».

 

* * *

Entonces Hércules cargó la gama hasta el sagrado santuario de Micenas llevándola hasta el centro del lugar sagrado y allí la dejó. Y cuando la colocaba delante del Señor, reparó en la herida de su pata, producida por una flecha del arco que él había tendido y usado. La gama era suya por derecho de la búsqueda. La gama era suya por derecho de la destreza y la proeza de su brazo. «La cierva es, por lo tanto, doblemente mía”, dijo él.
Pero Artemisa, situándose dentro del atrio de ese lugar muy sagrado, oyó su fuerte grito de victoria y dijo:

«No es así. La gama es mía y siempre ha sido mía. Yo vi su forma reflejada en el agua; oí sus pasos sobre los caminos de la tierra; sé que la gama es mía, pues toda forma es mía».

El Dios Sol habló desde el lugar sagrado.

«La gama es mía, no tuya ¡Oh, Artemisa! Su espíritu permanece conmigo desde toda la eternidad, aquí en el centro del sagrado santuario. Tú no pueden entrar aquí ¡oh, Artemisa! y sabes que yo digo la verdad. Diana, esa hada cazadora del Señor, puede entrar por un momento y decirte lo que vea».

Por un breve momento entró al santuario la cazadora del Señor y vio la forma de lo que era la gama, yaciendo delante del altar, en apariencia muerta. Y con pena dijo:

«Pero si tu espíritu descansa contigo ¡oh, gran Apolo, noble hijo de Dios!, entonces conozco que la cierva está muerta. La cierva está muerta por causa del hombre que es un hijo de hombre, aún cuando es un hijo de Dios. ¿Por qué puede él entrar al santuario y nosotras debemos esperar a la gama aquí afuera?”.

 

«Porque él sostuvo a la gama en sus brazos, cerca de su corazón, y en el lugar sagrado la gama encuentra descanso, y también el hombre. Todos los hombres son míos. La gama es asimismo mía, no tuya. No del hombre, sino mía».

Y Hércules, volviendo de la prueba, pasó nuevamente a través del Portal y encontró su camino, de regreso al Maestro de su vida.

«He cumplido la tarea señalada por el Gran Presidente. Fue simple, excepto por la cantidad de tiempo y la cautela de la búsqueda. Yo no escuché a aquellos que hacían su reclamo, ni vacilé en el camino. La gama está en el lugar sagrado, cerca del corazón de Dios y asimismo, en la hora de la necesidad, también cerca de mi corazón».

«Ve a mirar nuevamente ¡Oh, Hércules!, hijo mío, entre los pilares del Portal». Y Hércules obedeció. Más allá del Portal, el paisaje se extendía en claros contornos y en el horizonte lejano se erguía el templo del Señor, el santuario del Dios-Sol, con brillantes murallas almenadas, mientras que en una colina cercana se erguía un esbelto cervatillo.

«¿Ejecuté la prueba, oh, sabio Maestro? El cervatillo está de nuevo sobre la colina donde antes lo vi parado».

Y desde la Cámara del Concilio del Señor, donde se sienta el Gran Presidente, llegó una voz:

«Muchas y todavía muchas veces deben todos los hijos de los hombres, que son los hijos de Dios, buscar al cervatillo de la cornamenta de oro y llevarlo al lugar sagrado; muchas y todavía muchas veces».

Entonces dijo el Maestro al hijo del hombre que es un hijo de Dios: «El cuarto trabajo ha terminado, y por la naturaleza de la prueba y por la naturaleza de la gama, la búsqueda debe ser frecuente. No olvides esto, sino que reflexiona acerca de la lección aprendida».

El tibetano