Dentro de la sagrada Cámara del Concilio, el Gran Presidente reveló al Maestro la Voluntad de Lo Que Debe Ser.
«Él está perdido, y encontrado; está muerto, no obstante vibrante de Vida. El servidor se vuelve el salvador, y regresa al hogar«.
El Maestro reflexionó; luego requirió a Hércules. «Tú estás ahora delante del último Portal«, dijo el Maestro. «Un trabajo resta todavía antes de que el círculo se complete y sea alcanzada la liberación. Marcha hacia ese oscuro lugar llamado Eritia donde la Gran Ilusión está entronizada: donde Gerión, el monstruo de tres cabezas, tres cuerpos y seis manos, es señor y rey. Ilegalmente él retiene una manada de Bueyes rojizos. Desde Eritia hasta nuestra Ciudad Sagrada tú debes conducir esta manada. Cuidado con Euritión, el pastor, y su perro de dos cabezas, Ortro«. Hizo una pausa. «Puedo hacerte una advertencia”, agregó lentamente. «Invoca la ayuda de Helios”.
El hijo del hombre que era, también hijo de Dios partió a través del Duodécimo Portal. Iba en busca de Gerión.
Dentro de un templo, Hércules hizo ofrendas a Helios, el dios del fuego en el sol. Meditó durante siete días, y entonces le fue concedido un favor. Un cáliz de oro cayó al suelo ante sus pies. Él supo dentro suyo que este brillante objeto le permitiría cruzar los mares para llegar a la región de Eritia.
Y así fue. Dentro de la segura protección del cáliz de oro, navegó a través de agitados mares hasta que llegó a Eritia. Hércules desembarcó en una playa de ese lejano país.
No mucho después llegó a la pradera donde la rojiza manada pastaba. Era cuidada por el pastor Euritión y por Ortro, el perro de dos cabezas.
Cuando Hércules se aproximó, el perro se adelantó veloz como una flecha hacia su blanco. Sobre el visitante el animal se abalanzó, gruñendo malignamente, dando feroces dentelladas con sus colmillos al descubierto. Con un golpe decisivo Hércules derribó al monstruo.
Entonces Euritión, temeroso del bravo guerrero que estaba delante suyo, le suplicó que le perdonara la vida. Hércules le concedió su ruego. Conduciendo a la manda rojiza delante de él, Hércules volvió su rostro hacia la Ciudad Santa.
No había ido muy lejos cuando percibió una distante nube de polvo que rápidamente se agrandaba. Suponiendo que el monstruo Gerión venía en furiosa persecución, se volvió para enfrentarse al enemigo. Pronto Gerión y Hércules estaban frente a frente. Soplando fuego y llamas por sus tres cabezas a la vez, el monstruo se encontró con él.
Gerión arrojo a Hércules una lanza que casi dio en el blanco. Haciéndose ágilmente a un lado, Hércules esquivó el dardo mortal.
Tendiendo tenso su arco, Hércules disparó una flecha que parecía incendiar el aire cuando la soltó, y golpeó al monstruo de lleno en su costado. Con tan gran ímpetu había sido disparada la flecha, que los tres cuerpos del feroz Gerión fueron atravesados. Con un agudo, desesperante gemido, el monstruo se inclinó, después cayó, para no levantarse nunca más.
Hacia la Ciudad santa, entonces, Hércules condujo al ganado colorado. Difícil fue la tarea. Muchas veces algún buey se extraviaba, y Hércules tenía que dejar a la manda para ir en busca de los errantes vagabundos.
Condujo su manada a través de los Alpes y hacia Italia. Por dondequiera que la injusticia hubiera triunfado, él asestaba un golpe mortal a los poderes del mal, y enderezaba la balanza a favor de la justicia. Cuando Erix el luchador, lo desafió, Hércules lo derribó tan violentamente que allí quedó. Asimismo cuando el gigante Alcione arrojó a Hércules una roca que pesaba una tonelada, éste la detuvo con su clava, y la lanzó de nuevo para matar a aquél que se la había enviado.
A veces se desorientaba, pero siempre Hércules regresaba, desandaba sus pasos, y proseguía su camino. Aunque fatigado por este exigente trabajo, Hércules finalmente regresó. El Maestro esperaba su llegada.
«Bienvenido, Oh, Hijo de Dios quien es también hijo del hombre”, saludó así al guerrero que regresaba, «La joya de la inmortalidad es tuya. Con estos doce trabajos tú has superado lo humano, y ganado lo divino. Has llegado al hogar, para no dejarlo más. En el firmamento estrellado será inscrito tu nombre, un símbolo para los luchadores hijos de los hombres, de su destino inmortal. Terminados los trabajos humanos, tus tareas cósmicas empiezan».
Desde la Cámara del Concilio llegó una voz que decía, «bien hecho, Oh, Hijo de Dios«.
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