Dentro del Lugar de Paz, el Gran Presidente emitía el resplandor de su elevado pensamiento. El Maestro se acercó.

«La llama única debe alumbrar a las otras cuarenta y nueve”, afirmó el Gran Presidente.

«Así sea”, respondió el Maestro. «Habiendo encendido su propia lámpara Hércules ahora puede traer la Luz a los demás».
No mucho después, el Maestro citó a Hércules.

«Once veces ha girado la rueda, y ahora tú estás delante de otro Portal. Por largo tiempo has perseguido la luz que vacilaba primero inciertamente, luego crecía hasta ser un faro firme, y ahora brilla para ti como un sol en llamas. Vuelve ahora la espalda a la claridad; vuelve sobre tus pasos; regresa hacia aquellos para quienes la luz no es sino un punto transitorio, y ayúdalos a hacerla crecer. Dirige tus pasos hacia Augías, cuyo reino debe ser purificado de antiguos males. He hablado».

Salió Hércules por el undécimo Portal en búsqueda de Augías, el rey.

Cuando Hércules se aproximó al reino donde Augías era soberano, un horrible hedor que lo hizo desfallecer y lo debilitó, asaltó su nariz. Por años, se enteró, el rey Augías no había quitado el estiércol que su ganado dejaba dentro de los establos reales. Entonces, también las praderas estaban tan llenas de estiércol que ninguna siembra podía crecer. En consecuencia, una agostante pestilencia estaba recorriendo la región, haciendo estragos en las vidas humanas.

Hacia el palacio fue entonces Hércules y buscó a Augías. Informado de que Hércules limpiaría los hediondos establos. Augías mostró desconfianza e incredulidad.

¿Dices que harás esta enorme labor sin recompensa?, manifestó suspicazmente el rey. «No tengo fe en aquellos que hacen tales alardes. Algún artero plan has tramado, Oh, Hércules, para despojarme del trono. Yo no he oído de hombres que busquen servir al mundo sin una recompensa. En este momento, sin embargo, le daría la bienvenida a cualquier necio que buscara ayudar. Pero debemos cerrar un trato, para que no sea reprendido como un Rey tonto. Si tú, en un sólo día, haces lo que has prometido, una décima parte de mi gran rebaño de ganado será tuya; pero si fracasas, tu vida y fortuna estarán en mis manos.

Naturalmente, yo no pienso que puedas cumplir tu bravata, pero trata de hacerlo como puedas».

Hércules entonces dejó al Rey. Erró por el asolado lugar, y vio marchar a una carreta cargada con muertos apilados, las víctimas de la pestilencia. Dos ríos, observó él, el Alfeo y el Peneo, corrían tranquilamente cerca de allí. Sentado en la ribera de uno de ellos, las respuestas a su problema relampagueó en su mente.

Él trabajó con fuerza y violencia. Con grandes esfuerzos logró desviar ambas corrientes del curso que habían seguido durante décadas. El Alfeo y el Peneo vertieron sus aguas a través de los establos llenos de estiércol del Rey Augías. Los impetuosos torrentes barrieron la inmundicia largamente acumulada. El reino fue purificado de su fétida lobreguez. En un sólo día había realizado la tarea imposible.

Cuando Hércules, completamente satisfecho con este resultado, regresó donde estaba Augías, éste frunció el ceño.
«Tú has tenido éxito por medio de un ardid” gritó el Rey Augías lleno de ira. «Los ríos hicieron el trabajo, no tú. Fue una artimaña para apoderarte de mi ganado, una conspiración contra mi trono. No tendrás las recompensas. Vete, retírate de aquí antes de que rebaje tu estatura en una cabeza».

Así desterró a Hércules el encolerizado rey, y le dijo que nunca más pusiera el pie en su reino, so pena de una muerte súbita.

Habiendo realizado la tarea asignada, el hijo del hombre, que también era el hijo de Dios, volvió a aquel de quien había venido.

«Te has vuelto un servidor del mundo», dijo el Maestro cuando Hércules se acercó. «Tú has progresado retrocediendo; has llegado a la Casa de la Luz por otro sendero; has empleado tu luz para que pueda brillar la luz de los demás. La joya que otorga el undécimo trabajo es tuya para siempre».