Al dios de la distancia y de la ausencia,
del áncora en el mar, la plena mar…
El nos libra del mundo —omnipresencia—
nos abre senda para caminar.

Con la copa de sombra bien colmada,
con este nunca lleno corazón,
honremos al Señor que hizo la Nada
y ha esculpido en la fe nuestra razón.

Era la tierra desnuda,
y un frío viento, de cara,
con nieve menuda.

Me eché a caminar
por un encinar de sombra:
la sombra de un encinar.

El sol las nubes rompía
con sus trompetas de plata.
La nieve ya no caía.

La vi un momento asomar
en las torres del olvido.
Quise y no pude gritar.

Junto al agua fría,
en la senda clara,
sombra dará algún día
ese arbolillo en que nadie repara.
Un fuste blanco y cuatro verdes hojas
que, por abril, le cuelga primavera,
y arrastra el viento de noviembre, rojas.
Su fruto, sólo un niño lo mordiera.
Su flor, nadie la vio. ¿Cuándo florece?
Ese arbolillo crece
no más que para el ave de una cita,
que es alma —canto y plumas— de un instante,
un pajarillo azul y petulante
que a la hora de la tarde lo visita.

Antonio Machado
De un cancionero apócrifo

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