Al caer la noche el enemigo huyó con cortes de espada y heridas de lanza grabados en su espalda. Nuestros héroes hicieron ondear banderas de triunfo y entonaron cantos de victoria al ritmo de los cascos de sus caballos, que resonaban en; las piedras del valle.
La luna ya se había levantado de atrás de Fam El Mizab. Las rocas, enormes y elevadas, parecían alzarse con el espí­ritu del pueblo, y el bosque de cedros semejaba una medalla de honor en el pecho del Líbano.
Continuaron su marcha, y la luna brilló por encima de sus armas. Las lejanas cavernas resonaron repitiendo sus cánticos de alabanza y victoria hasta que, al pie de una cuesta, los detuvo el relincho de un caballo que se erguía entre las rocas grises como esculpido en ellas.
En las cercanías del caballo encontraron un cuerpo, cuya sangre había manchado la tierra en que yacía.
.Mostradme su espada y os diré quién es su dueño -gritó el jefe del escuadrón.
Algunos soldados desmontaron y rodearon al muerto. Uno de ellos dijo al jefe:

-Sus dedos cogen la empuñadura con toda su fuerza. Sería afrentoso quitarle la espada.

Otro dijo:

-La espada está cubierta por la sangre de la vida que huía y que ahora oculta su metal.

Un tercero agregó:

-La sangre coaguló tanto sobre la mano como sobre la empuñadura, e hizo de ellas una sola pieza.

El jefe, entonces, desmontó y caminó hacia el cuerpo.
-Levantad su cabeza -dijo-, y dejad que la luna ilumine su rostro, de modo que podamos saber quién es.
Los hombres hicieron lo ordenado y el rostro del muerto apareció detrás del Velo de la Muerte, con signos de valor y nobleza. Era el rostro de un poderoso caballero y trasuntaba virilidad. Era el rostro de alguien que había chocado valiente­mente contra el enemigo y se enfrentaba a la muerte sonrien­do. El rostro de un héroe libanés que, ese día, había dado testimonio del triunfo pero no había vivido para marchar y cantar y celebrar la victoria con sus camaradas.
Cuando sacaron el paño de seda de su pálido rostro y le limpiaron el polvo de la batalla, el jefe, como en agonía, gritó:
– ¡Es el hijo de Assaaby! ¡Qué terrible pérdida!
Y los hombres repitieron ese nombre, suspirando. El silencio, entonces, los cubrió, y sus corazones, embriagados por el néctar de la victoria, recuperaron la sobriedad, porque habían visto algo más grande que la gloria del triunfo en la pérdida de un héroe.
En esa escena de espanto se erguían como estatuas de mármol, y sus lenguas, tiesas, se encontraban mudas y sin voz. Esto es lo que la muerte hace con las almas de los héroes: llorar y lamentarse es cosa de mujeres, quejarse y gritar es propio de niños. Para el dolor de los hombres de armas lo único digno es el silencio, que atenaza el corazón con tanta fuerza como las garras del águila la garganta de su presa. Es ese silencio que se eleva por encima de las lágrimas y gemidos el que, en su majestad, agrega pavor y angustia a la desgracia, ese silencio que hace que el alma descienda de la cima de la montaña al abismo. Ese silencio que anuncia la llegada de la tempestad. Y cuando la tempestad no se hace presente es porque el silencio resulta más fuerte que ella.
Quitaron entonces la ropa al joven héroe para ver dónde había clavado la muerte sus aceradas garras y en, su pecho aparecieron las heridas, como labios que hablaban en la sere nidad de la noche proclamando la valentía de los hombres.
El jefe se acercó al cuerpo y cayó de rodillas. Mirando mejor al guerrero muerto encontró un pañuelo bordado cofa hilos de oro atado en torno a su brazo y reconoció la mano que había hilado la seda, y los dedos que habían tejido su hebra. Lo guardó debajo de sus ropas y se apartó lentamente, ocultando con mano temblorosa su rostro agobiado. Hasta entonces esa mano había arrancado, con su fuerza, las cabe­zas del enemigo. Pero en ese momento temblaba porque había tocado el borde de un pañuelo atado por dedos aman­tes en torno del brazo de un héroe ya muerto, un héroe que volvería a ella sin vida, sobre las espaldas de sus camaradas.

Gibran K.G.
Pensamientos y Meditaciones

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