Sheik Abbas era considerado un príncipe por los habitantes de una aldea solitaria del norte del Líbano. Su mansión, situada en medio de las pobres chozas de los aldeanos, parecía un saludable gigante rebosante de vida en medio de débiles enanos.
El Sheik vivía rodeado de lujo, mientras sus vecinos soportaban una penosa existencia. Lo obedecían y se inclinaban respetuosamente ante él cuando se dirigía a ellos. Parecía como si el poder de la mente lo hubiera designado su portavoz e intérprete oficial. Su cólera los hacía estremecer y dispersarse como las hojas barridas por el fuerte viento del otoño.
Si abofeteaba a alguien, era una herejía por parte del individuo el moverse o levantar el rostro o evidenciar cualquier intento de descubrir el porqué de tamaña ira. Si sonreía a alguien, éste era considerado por los aldeanos como la persona más honrada y afortunada. El temor y el sometimiento de la gente no era consecuencia de la debilidad: la pobreza y necesidad habían provocado este estado de perpetua humillación. Hasta las chozas en que vivían y los campos que cultivaban pertenecían a Sheik Abbas, quien las había heredado de sus antepasados.
La labranza de la tierra, la siembra de semillas y la cosecha del cereal, todo era realizado bajo la supervisión del Sheik, quien, a cambio del esfuerzo realizado, recompensaba a los labriegos con una pequeña porción de trigo que apenas les alcanzaba para no morirse de hambre.
Con frecuencia, muchos de ellos necesitaban pan antes de finalizar la cosecha e iban a pedirle al Sheik con lágrimas en los ojos que les adelantara algunas piastras o un poco de trigo; el Sheik accedía gustoso, pues sabía que pagarían sus deudas con creces cuando llegara el tiempo de la cosecha. Así, aquellos hombres permanecían endeudados toda la vida, dejando un legado de deudas a sus hijos, y se sometían a su amo, cuya cólera habían temido desde siempre y cuya amistad y estima habían permanentemente tratado, en vano, de ganar.
II
Llegó el invierno, y con. él la pesada nieve y el viento cruel; los valles y los campos quedaron desnudos salvo por los árboles sin hojas que se erguían como espectros de muerte sobre las desiertas planicies.
Después de haber guardado en los graneros del Sheik los productos de la tierra, y de haber llenado sus copas con el vino de sus viñedos, los aldeanos se retiraron a sus chozas para pasar una parte de sus vidas holgazaneando junto al fuego, y recordando la gloria de épocas pasadas, y relatándose unos a otros las historias de cansadores días y largas noches.
El viejo año había exhalado su último suspiro en el cielo ceniciento. Era la noche en la cual el Año Nuevo sería coronado y colocado en el trono del Universo. Comenzó a nevar pesadamente, y los vientos ululantes descendían de las encumbradas montañas hacia el abismo, y arrastrando la nieve formaban montículos que se acumulaban en los valles.
Los árboles se balanceaban a causa de las fuertes tormentas,, y los campos y lomas estaban cubiertos con un blanco manto sobre el que la Muerte escribía borrosos trazos que luego borraba. La nevada parecía separar unas de otras las dispersas aldeas emplazadas junto a los valles. La parpadeante luz de las lámparas de aquellas miserables chozas, apenas discernible a través de las ventanas, se desvanecía tras el espeso velo de la Naturaleza enfurecida.
El miedo había hecho presa de los corazones de los fellaínes y los animales se habían guarecido en los establos, mientras los perros se escondían en los rincones. Podía escucharse el ulular de los vientos y el tronar de las tormentas retumbando en lo profundo de los valles. Parecía como si la Naturaleza se enfureciera por la muerte del año viejo y tratara de vengarse de aquellas almas apacibles, luchando con armas de frío y escarcha.
Aquella noche, un joven intentaba caminar bajo los cielos enfurecidos del sinuoso sendero que se extendía entre las aldeas de Deir Kizhaya y Sheik Abbas. Sus miembros estaban entumecidos de frío, mientras el dolor y el hambre lo habían despojado de su fuerza. Su oscura vestimenta estaba blanqueada por la nieve que caía, y parecía amortajado aún antes de la hora de su muerte. Luchaba contra el viento. Le resultaba difícil avanzar, pues con cada esfuerzo sólo lograba adelantar unos pocos pasos. Gritó pidiendo socorro y luego permaneció en silencio, aterido por el frío de la noche. Casi sin esperanza, el joven consumía sus fuerzas bajo el peso del desaliento y la fatiga. Era como un pájaro de alas rotas, presa de los remolinos de una corriente de agua que lo arrastraba hacia lo profundo.
El joven continuó, caminando y cayéndose hasta que su sangre dejó de circular, y finalmente desfalleció. Lanzó un grito de horror… la voz de un alma que enfrenta el rostro hueco de la Muerte… la voz de la juventud agonizante, debilitada por el hambre y atrapada por la naturaleza..: la voz del amor a la vida en el abismo de la nada…
Gibran K.G.
Espíritus rebeldes
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