Sus enseñanzas van dirigidas, tal como él mismo decía:
«…para todos aquellos que estando disconformes con su modo de ser actual, piensan que debe existir alguna manera de modificar sustantivamente su personalidad, en el sentido de alcanzar una mayor expansión de sus recursos y una más profunda vivencia de la propia plenitud.
Para aquellos que no se encierran en el rígido caparazón de sus ideas y actitudes cristalizadas, y están dispuestos a emprender un trabajo definido para alcanzar una liberación interior de temores, prejuicios, encogimientos, incertidumbres, dudas y perplejidades. Para los que presienten la posibilidad de un vivir pleno, maduro, creador, lleno de sano positivismo y rico de significado.
Para los que anhelan respirar hondamente sin trabas interiores, que desean comprender el sentido de la propia vida y que son capaces de luchar para llegar a vivirla de un modo total.»
Nada mejor para describir la persona de Blay que unas palabras de un alumno suyo, Miquel Martí:
«Blay era un Maestro, aunque nunca se presentó a sí mismo de ese modo. Era muy independiente y daba también una independencia total a sus seguidores, lo que en algunos (que quizá esperasen una atención más personalizada) provocaba en alguna ocasión un cierto desencanto. Con ello pretendía evitar que se crease ningún tipo de dependencia y que el estudiante descubriera y desarrollara por sí mismo su propia naturaleza central y lúcida.
En un episodio de la novela El filo de la navaja de W. S. Maugham, el protagonista (Larry) viaja a la India y se dirige a un santo-sabio (Sri Ganesha), diciéndole: «Quiero que seas mi gurú». A lo que éste responde: «Sólo Brahma es gurú»; mas luego lo acoge bajo su dirección. Salvando las distancias, también Blay -sin pretensión alguna de santidad ni exotismos de ninguna clase, pues era de Barcelona, donde impartió sus enseñanzas así como en el norte y centro de España-, en su actitud era como si plantease de esta misma forma la relación con sus seguidores: con desapego, pero con una entrega total cuando un estudiante realmente interesado se dirigía a él, con sus aspiraciones, sus dudas, su necesidad de apoyo. Entonces, el consultante siempre recibía lo que necesitaba en aquel momento de su camino, y mucho más.
Aunque hemos afirmado que Blay ejercía de maestro sin decirlo explícitamente, desde un punto de vista terrenal muchos opinarían que carecía de «poderes» (mundanos o políticos, que tanto se admiran), o simplemente de la capacidad de cambiar o transformar las cosas o situaciones. Seguramente esto es cierto. Pero tenía un «poder» superior, a nuestro modo de ver: el de respirar constantemente espíritu, el de demostrar sutilmente que era un alma, en todo momento consciente de sí (como alma) y con una rara habilidad de comunicar a los demás esta dimensión inmortal.
Conversando con él, o simplemente estando con él y otras personas (y aún en los grupos numerosos), uno siempre tenía la sensación de que se expresaba desde una zona superior, espiritual, invisible (pero a través de su visibilidad, naturalmente), aunque se hablase de temas cotidianos e intrascendentes. Y lo mejor del caso es que su interlocutor o interlocutores -yo, tu, el otro-, si estaban atentos, tenían la experiencia de sentirse situados, «elevados» podríamos decir, también a un nivel superior, de mayor claridad, lucidez, vibración amorosa y transparencia. ¿Qué más podía pedirse?
En otras ocasiones, después de un rato de conversación, de una forma muy natural se producía un silencio que era el preludio de otro silencio más denso, casi táctil, que «descendía» sobre los asistentes y los impregnaba (los «bañaba») de una plenitud silenciosa durante largos, largos minutos.
En una ocasión de las que fuimos testigos, este estado llegó a durar unos cincuenta minutos, aunque la sensación mientras duraba era la de total intemporalidad. Si puede definirse este estado con una sola palabra, ésta es felicidad. Y en esta felicidad, la presencia quieta, central, de Blay, con su sonrisa amable y amiga. La evidente revalorización actual de su obra indica que de entre sus nuevos lectores los hay muchos que son capaces de percibir, de aprehender el espíritu de Blay, que éste se hace accesible a la comprensión e intuición de sus actuales estudiantes, como si a través de las páginas de sus libros se produjera un contacto vibratorio, por simpatía, con la esencia viva de su mensaje.
Para sus nuevos estudiantes, diremos que Blay, a través de su Blay-personalidad fue: una Energía comunicativa, un Sentimiento expansivo, un Gozo radiante, una clara y profunda Inteligencia, y lo que seguramente lo resume todo, un canal de expresión del Ser.»
Fuente: Prólogo de «La Realidad» de Antonio Blay (Ed.Índigo)