El viernes pasado, después de una agotadora jornada de trabajo, alargada al extremo por la crisis del Coronavirus, pasé por un conocido supermercado para comprar unos pocos alimentos, pues entre semana no me es posible ir a comprar por los horarios laborales y compromisos familiares.
La tienda aún humeaba el tsunami humano que, a oleadas había arrasado a lo largo del día con todos los productos, y mostraba un aspecto tan desolador como incomprensible.
Lo intenté al día siguiente, y como todos los sábados, una vez más estaba en la puerta del supermercado a la hora de apertura.
Pero esta vez no estaba acompañada de las 4 o 5 personas que nos encontramos habitualmente en la puerta cada sábado, pues se trataba de una multitud, es decir, de una horda de carros que, apresuradamente corrían (los que podían) hacia las estanterías de productos repuestos durante la noche anterior.
Aunque tuve una fuerte inclinación a unirme a esta horda, pues como del resto, me apremiaba una extraña inclinación a hacerme acopio de aquello que buscaba en cantidad superior a la habitual, afortunadamente logré serenarme e ir calmadamente a por lo estrictamente necesario.
Y desde esta presencia, pude ejercitar todo aquello que llevaba años leyendo sobre el Ser, su esencia Superior y nuestra verdadera identidad.
El magnetismo de la horda ya no me afectaba.
Comprobé que conforme era más consciente de las necesidades de las personas que me rodeaban, más me fortalecía y orientaba a ayudarles, a ser más amable, o tan solo a transmitir tranquilidad con mi mirada.
Percibí incluso que mi tranquilidad, cortesía y buena voluntad podían serenar (aunque mínimamente) a aquellas personas temerosas que eran guiadas por su mirada fija y selectiva hacia los productos de las estanterías.
Pero lo más revelador aconteció cuando percibí el estado de las personas que estaban allí trabajando, impasibles y ciertamente confusas ante el histrionismo general.
Vislumbré que, sin ellas, yo no hubiera podido adquirir ningún producto esencial.
Que si bien yo me quejaba interiormente de mis horarios y de mi cruz, ellas estaban aún peor, pues iban a continuar día a día, noche a noche, con ese servicio a la comunidad, en esa entrega incuestionable que nos iba a procurar lo necesario. Ellas también tienen seres queridos en casa confinados.
Pensé que no eran únicamente ellas, pues existía toda una cadena de personas que lo habían hecho posible: los transportistas, las personas que trabajaban en la organización y distribución de productos en los almacenes, y por supuestísimo, los productores y las empresas de manufactura.
Todos ellos y un círculo muchísimo más amplio estaba todo relacionado: sanitarios, policía, empleados de teléfonos, de electricidad, de agua, etc, etc.
¡Y yo solamente preocupada por mis compras y por mi trabajo!
Algo en mí me invadió de la cabeza a los pies.
Y allí, en medio de la horda, me surgió el imperioso impulso de agradecer el trabajo y la dedicación a todas y cada una de las personas que estaban allí trabajando, cumpliendo con su papel, cumpliendo con su deber, por todas nosotras, por todos nosotros.
Con cada agradecimiento sobrevenía un cambio de cara, un cambio de actitud, una luz en la oscuridad de la tristeza y preocupación. Y esa plenitud, aunque reducida a esos fugaces momentos, a esas reducidas personas, pareció cambiarlo todo alrededor.
Después leí en la prensa que en diferentes ciudades y países, las personas salían a los balcones de sus casas para agradecer, con aplausos, con música y con canciones, la dedicación de todas las personas que estaban en lugares esenciales de la comunidad: hospitales, farmacias, gasolineras, supermercados, agricultura y ganadería, etc, etc.
Entonces empecé a comprender la gran oportunidad que se encuentra tras el Coronavirus.
(Continuará)
Alma Betania
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